Fueron a buscar un perrito a la perrera municipal. Ya tenían uno en casa. Se fijaron en dos perros oscuros que había en dos jaulas contiguas.
Túmbate! grito la niña de la familia mirando a ambos perros. No eran perritos tontos, y ya llevaban bastante tiempo vagando por el mundo como para saber lo que se esperaba de ellos. Lo que tenían que hacer para salir de aquella jaula y evitar el paseillo de los jueves que hacía desaparecer uno a uno a sus compañeros de celda. Luna era la tercera vez en pasar por aquel corredor de la muerte, era un experto en mostrar su mejor cara, en recurrir a todos lo trucos, en poner su mejor cara para que los exigentes visitantes se fijaran en el.
Las tres familias anteriores lo sacaron de allí, pero no querían un perro, querían al mejor payaso, al más obediente, al más sumiso, al perro que les diera cariño cuando están tristes pero al que hacerle pagar todas sus frustraciones cuando las cosas van mal dadas.
Era martes, y no quedaba mucho tiempo cuando llegó aquella familia. Empezó el operación triunfo con aquel grito de la niña de trenzas. Luna también aprendió a distinguir las familias, pudo irse con ellos, pudo darles todas las respuestas que ellos esperaban, pero esta vez no quiso. El quería que lo quisieran por como era, no por comparación con otro, no por responder las respuestas evidentes. Por ser el mismo.
Escuchó poco después como la niña señaló la jaula de al lado. Había perdido seguramente su última oportunidad, pero había conservado su dignidad. Le quedaban dos días, estaría encerrado, pero nadie lo juzgaría, nadie lo compararía, nadie esperaría que fuera mejor que otro.