Helena apagó y encendió su flexo en la ventana a la hora de siempre, escuchaba el sonido del interruptor al apagar y encenderlo, a veces lo apagaba y encendía dos veces, otras tres o cuatro… el número de flashes no era baladí, tenía su significado. Aquella noche quería escuchar la voz de Carlos, su lejano y cercano amigo.
Unos instantes en la ventana, con la mirada fija hacia la oscuridad de la noche. Pese a ser algo que venía haciendo desde hace casi un año, siempre sentía algo especial durante aquellos segundos que transcurrían hasta que a lo lejos veía como se encendía una pequeña luz. Diminuta, casi nadie se daría cuenta de ella, pero para Helena brillaba más que la hoguera de San Juan.
Carlos, tras encender uno de los mecheros que tiene guardados desde que dejó el vicio del cigarro, se levantó y miró a lo alto de la torre de Helena. Muchas veces había pensado en que aquello era un castillo, de esos medievales con almenas y todo, y que allí se encontraba una princesa inaccesible. Con la mirada en el noveno B, -no ve, no ve- casualidades del destino en el que Carlos no creía, esperaba con un sabor entre dulce y amargo el posible eco de aquel querido y maldito flexo.